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La Sexualidad según Masters & Johnson


Los tabúes alrededor de la sexualidad ciertamente han disminuido en las últimas décadas y, sin duda alguna, los estudios sobre el tema efectuados por el ginecólogo Bill Masters (1915-2001) y su asociada Virginia Johnson (1925- ) fueron factores fundamentales del cambio ocurrido. Con la aparición reciente de un libro en inglés del periodista Thomas Maier —Maestros del sexo: Una biografía de Masters y Johnson— va a haber renovadas discusiones alrededor de esta curiosa pareja y de los métodos de investigación que ellos utilizaron.
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La discusión abierta de la sexualidad fue iniciada unos veinte años antes de Masters y Johnson por el biólogo Alfred Kinsey (1894-1956). Sus estudios se basaron en extensos interrogatorios sobre hábitos y conducta sexuales efectuados a 18.000 hombres y mujeres a mediados del siglo XX. Algunas de las conclusiones de los Informes Kinsey resultarían sorpresivas aún hoy en día.
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Su escala de 0 a 6 para describir la orientación sexual de la gente de acuerdo a su historia —0, exclusivamente heterosexual; 3, bisexual 50-50; 6, exclusivamente homosexual— es una de sus más importantes contribuciones. El cuestionamiento de los resultados (por ejemplo, sólo el 54% de los hombres son categóricamente heterosexuales, “ceros” absolutos) se basa, con buena razón, en la incertidumbre que conlleva cualquier encuesta. Otras conclusiones no son sorpresivas (las mujeres se masturban menos que los hombres 62% versus 92%) y algunas más difíciles de aceptar (23% de los hombres reportan coitos de más de diez minutos. ¡Fanfarrones mentirosos!).
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Pero los verdaderos revolucionarios de la sexología fueron Masters y Johnson; definitivamente ellos le dieron un vuelco completo al estudio de la sexualidad. Su objetivo era encontrar la forma de mejorar la experiencia sexual de las parejas para quienes el placer de la relación les era esquivo; fue claro desde el comienzo. En 1957 Masters contrató como asistente de su proyecto de investigación a la Srta. Johnson, entonces una atractiva madre divorciada, y la relación sexual, no necesariamente romántica, que ocurrió entre ellos se convirtió pronto en uno de las especificaciones de la descripción del cargo de ella (hecho así aceptado por ambos y por allegados a la pareja). Virginia Johnson era bastante liberal y más tarde, en 1969, cuando tenía planes matrimoniales concretos con un tercero, Masters se casó con ella. La “marca” de la empresa —Masters and Johnson— era ya un nombre comercial muy reconocido y un cambio de la razón comercial resultaba a todas luces inconveniente.
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Insatisfechos con las aproximaciones de las encuestas y como complemento a su experiencia personal, Bill y Virginia resolvieron estudiar el comportamiento sexual, literal y directamente, en el acto ídem. En su búsqueda de datos, la pareja observó de primera mano, “en vivo y en directo”, 10.000 relaciones sexuales. ¡Sólo imagínense eso! Cuatro apareamientos diarios demorarían siete años.
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Para disminuir sonrojo y timidez, los participantes usaban, como única vestimenta, unas máscaras de seda diseñadas, especialmente para la ocasión, por la señora Masters, la madre del estudioso Bill. De igual forma, centenares de voluntarios y voluntarias, también con el rostro escondido, fueron filmados mientras se masturbaban. Las mujeres utilizaban un vibrador mecánico cuyo botón de encendido simultáneamente activaba la cámara. (Me imagino que por las odiseas que al dispositivo le tocaba atravesar, todos los empleados de la clínica se referían al aparatico con el nombre coloquial de Ulises, el personaje del poema épico griego).
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No obstante a sus limitadas credenciales académicas, Virginia Johnson era una mujer inteligente e imaginativa. La reconocida investigadora fue el cerebro creador (¿el cerebro?) de un procedimiento denominado “terapia dual” que el laboratorio utilizó extensivamente en el tratamiento de disfunciones sexuales. El curso era de dos semanas y diez mil dólares de costo garantizaba (y aparentemente cumplía) un ochenta por ciento de efectividad en la corrección de los problemas sexuales de las parejas. Por más hilaridad que puedan generar, las investigaciones de Masters y Johnson fueron formales y serias! La terminología utilizada era específica y rigurosa. Las parejas eran denominadas “unidades maritales” y los actos sexuales mismos eran “oportunidades coitales”. No hay duda alguna de que la mayor contribución a la ciencia de estos examinadores de la intimidad radica en la legitimación —en la “desmistificación”— del estudio del sexo.
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La pauta trazada por Masters y Johnson ha sido seguida en estudios posteriores. Modernamente los neurólogos también han entrado en este terreno de juego. Sólo a manera de ejemplo, ya se sabe que el nivel de oxitocina, un neurotransmisor con una gama amplia de funciones, aumenta varias veces tanto en hombre como en la mujer, durante los preliminares, y en el acto sexual mismo.
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No me alcanzo a imaginar la complejidad de las conexiones que tienen que hacerles a los participantes en esta clase de hallazgos para llegar a medir los insignificantes niveles de los químicos cerebrales. Tampoco logro entender como estos conejos y estas conejas de laboratorio (que no de Play Boy), abrumados por cables e instrumentos y con los rostros enmascarados, logran excitarse y entrar en acción mientras están siendo videograbados.
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No obstante, para quienes tienen experiencia ante las cámaras y ejercen con frecuencia la infidelidad, este tipo de estudios de la sexualidad les ofrece una alternativa muy interesante —cama gratis en la clínica con los ahorros correspondientes de hotel— cuando sostengan sus citas secretas. Las máscaras les garantizan absoluta privacidad. Y en el caso extremo de que sus cónyuges los lleguen a descubrir, los adúlteros bien pueden argumentar que ellos no estaban fornicando sino contribuyendo al avance de la ciencia.
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Aporte de Gustavo Estrada
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